De niña me gustaba imaginarme taconeando y moviendo con genio mi vestido de volantes, como veía airear a las bailaoras de flamenco por televisión. Recuerdo que mis padres me habían comprado un vídeocasette para aprender a bailar las sevillanas. Y las aprendí tan, tan bien, que cada vez que venían amigos o familiares a casa ellos querían que les bailase, aunque mi timidez no siempre me lo permitía.
En cuanto al cante flamenco, los escuchábamos sobre todo en los largos viajes en coche desde el Norte hasta nuestro pueblo, en el interior de Jaén, que realizaba con mi familia cada verano. Desde esos largos trayectos en nuestro incombustible Renault 11 blanco, en los que atravesábamos la piel de toro de arriba abajo, el viaje ha formado parte de mi vida. Tanto, que desde mi mayoría de edad he vivido en distintos países casi cada dos o tres años. Quedarme quieta en un mismo lugar por mucho tiempo me supone un esfuerzo considerable, aún hoy.
Sin embargo, no me cuesta entender el impulso que movió a viajeros y viajeras a observar el mundo más allá de sus hogares familiares, en busca del exotismo de nuestra tierra. El pueblo andaluz, tan diferente de otras regiones del mundo por su mezcla de culturas y vestigios de civilizaciones antiguas, ha atraído a artistas y escritores de todas las épocas. Gracias a ellos conservamos imágenes insólitas de nuestro pasado en sus descripciones y dibujos. Ya en los siglos XIX y principios del XX, también nos retrataron en las primeras fotografías y películas que aparecían.
Algunos de estos viajeros románticos se inspiraban en el pasado para crear relatos muy pictóricos de nuestro carácter. Como el escritor Washington Irving, que fue impresionado por el aire moruno de Granada, y cuyo paso por la ciudad Nazarí nos dejó un delicioso fruto. Se trata de sus geniales ‘Cuentos de la Alhambra’ que tanto hemos disfrutado quienes, además de viajar, nos hemos aficionado desde temprano a la lectura. Una edición ilustrada de sus Cuentos depositó en mí la semilla del exotismo en los ratos que mediaban entre las horas del colegio y los juegos de la calle. Eso, junto a los relatos de las 1001 noches que me sentaba a ojear cuando no había nadie alrededor. No sé cómo, consciente de que había algo en esas páginas que no era apropiado para una niña. El impulso hacia lo desconocido, por suerte, salía ganando y me adentraba en los relatos llenos de anécdotas irreales y de seres exuberantes de los que Irving supo sacar el jugo.
El viajero y escritor estadounidense fue artífice de una parte importante del romanticismo oriental que aún rodea la ciudad de Granada y parte de la fama internacional de nuestra querida Alhambra se la debemos a él. Quizá, por mi parte, deba también agradecerle que sus relatos hayan alimentado mi espíritu con fantasías de guerreros, emires, genios y bellas cautivas... Mientras me iba acercando paso a paso a mi vocación de arabista y con la expectación de quien se adentra en lugares ignotos.